Umanoides


Morfeo con una motosierra by umanoideabstraccióndecharco
agosto 6, 2010, 5:47 am
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Hay algo maligno en el dormir. Encuentro una suerte de discontinuidad y de eterno retorno en el estado cualitativo y cuantitativo de nuestra vitalidad.

Durante el sueño se producen cambios, un reestablecimiento del nivel «normal» de sustancias cerebrales en el individuo en cuestión. Para quien goza de estado mental saludable el sueño es, en efecto, reparador, pues no siente pesar al despertar: su predisposición a la vida es, de forma natural, positiva. Pero para quien no dispone de tal estado equilibrado de fuerzas mentales, el sueño es el asesino del continuo, ocurre a la inversa. Una persona cuyas fuerzas vitales son escasas experimenta una progresión en ellas a lo largo de la vigilia, una diferencia de máximos y mínimos bastante notable entre el despertar y el momento de irse a dormir. Pues bien: ¿y si no tuviéramos que dormir? Sería posible el continuo, posiblemente habría altibajos en los niveles hormonales pero nada que la fuerza de la inercia del continuo no pudiese solucionar. La actividad ininterrumpida, el consecuente crecimiento progresivo de nuestra vitalidad, la purgación de lo putrefacto que albergamos a través del imaginar y del deducir, todo ello sería posible si el ser humano no necesitase dormir, reiniciarse de algún modo. Parece como si el hombre de espíritu malogrado necesitase muchísimo más tiempo para acostumbrarse a sí mismo, como si su distancia al ser acto fuese mayor y por ello requiriese más tiempo.

El dormir es un asesino: las fuerzas conseguidas a lo largo de la jornada, la limpieza mental lograda y el consecuente estado mental favorable adquirido, se pierden con el dormir. Yo apenas experimento una mejora en las fuerzas físicas al despertar: más bien necesito consumir energía para obtener energía, pues el dormir me la arrebata.



Memorias del sótano VIII by umanoideabstraccióndecharco
agosto 5, 2010, 6:38 am
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Maldita sea, ¡soy un idealista! Me he pillado in fraganti, en pleno acto de la imaginación… ¡Yo! ¡El que pretende afirmar la Vida por encima de todas las cosas! Esta es mi confesión: soy un idealista, pero quizá no. No se puede ser una sola cosa por completo, es decir, no siempre soy idealista, pero cuando lo soy es cuando más sufro. El idealista es un director de cine que no escucha las opiniones de los demás, porque él es «los demás», cree que su opinión es la mejor, porque lo que él siente ha de ser la verdad… Él es director, guionista, productor y actor de su película (¿actor también?).

Lo cierto es que él no lleva a cabo ningún papel… las ideas lo llevan, es su fiel esclavo, el que por nada las abandonará. ¡Ay! ¡He ahí la tragedia! Señores, es triste crear ideas para que éstas acaben dominándolo a uno, ¿existe una falta de Vida allí donde impera la ficción? Ya lo creo que sí, un hombre de acción no se deja llevar así: posee poder de decisión, ideas ajustadas a la realidad y sin ser exageradas por algún tipo de carencia personal, en otras palabras: el hombre de acción sabe esperar manteniendo una salud implacable, deduce cuando ha de deducir, puesto que al confiar en sí mismo le es más fácil confiar en los demás… Donde el hombre de acción escucha «querer» él lo interpreta como «querer», sin embargo, el hombre cojo de espíritu escucha «querer» y entrelee «lástima» y «mentira». El hombre de espíritu fuerte se basta y quiere bien a los otros porque se bienquiere a sí mismo.

Me avergüenza pensar en la posibilidad de que penséis que escribo esto precisamente para dar lástima, no es así en absoluto. Escribo porque el escribir y el leer son mis psicólogos: escribo y me leo, me releo, me contrarreleo… Me reconozco en lo que leo efectivamente, y dibujo el mapa de mi pensamiento de una forma más nítida que como lo concibo en ese pote de alquimia mío que se hace llamar «mente».

Una duda me asalta… ¿y si el idealista lleva razón? ¿y si lo que piensa se corresponde con la realidad? ¿y si por una vez en su vida sus desvaríos le llevan a la conclusión correcta? Bienaventurado sea si éste es capaz de comprobar que sus delirios tienen sentido alguno… Pero, ¿y si no puede comprobarlo? Pues eso, esperar con una salud férrea y un estado de ánimo bien alimentado. Es decir, el idealista enfermizo tiene que transformarse: éste ha de superarse a sí mismo, y esto se hace desbancando a la razón de su trono, aboliendo las jerarquías que se han establecido dentro de lo humano y, por ende, considerando a la razón como un mero instrumento a nuestro servicio y no como jueza definitiva.



El valor by umanoideabstraccióndecharco
agosto 2, 2010, 7:18 am
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Dijome alguien recientemente que aquello de lo que voy a hablar se hace llamar «el acoso de las fantasías». Trataré de exponer el asunto a mi manera y, a su vez, darle una solución nietzscheana. 

La imaginación es un arma poderosa y tenaz, pero justo esa tenacidad puede volverse en nuestra contra, pues parece como sí se disparara por sí a falta de un entretenimiento mejor. Todos sabéis de lo que hablo (por lo menos los cuatro gatos que lean esto). Pues bien, el asunto es éste: en el peor de los casos, la imaginación se encarga de completar el mapa fragmentado que tenemos sobre algo o alguien, de suplir la falta de presencia del objeto a través de caminos tortuosos, embarcándose en raciocinios que lo único que hacen es apesadumbrarnos mediante deducciones hechas a partir de elementos mínimos y, por ende, poco fiables.

En tal estado febril, la razón y la imaginación alcanzan una gran agilidad a la hora de establecer inferencias, agilidad que, precisamente, sale a flote cuando el asunto nos atañe directamente, cuando nuestra estabilidad emocional está en juego. Es decir, jamás mi raciocinio ha funcionado tan fluidamente en ocasiones en que la cuestión no me atañía lo más mínimo. Yo no me considero filósofo precisamente por esto: porque todo lo que no me afecta a mí directamente me es indiferente, carece en mí de movimiento subjetivo y no me sugiere ningún tipo de afecto.

La tragedia de tal acoso radica en que llegas a creerte tus conclusiones, y esto no hace más que dejarlo a uno sin apenas energía: sin energía suficiente para desviar la atención ni para siquiera dar unos pasos sin que la sensación de pesadez se presente. Realmente no importa lo que se piense, sino su efecto en nosotros.

Ya he dicho que la imaginación se dispara por sí sola. Puede uno estar pasando un rato agradable de cualquier forma y, súbitamente, comenzar a emerger en nuestra pobre mente recuerdos, frases o imágenes que ponen en marcha la máquina de la tortura. Me da miedo pensar que esta puesta en marcha por sí sea precisamente eso: un mecanismo autónomo que escapa a nuestra voluntad de pensar, un ente invencible gracias a una poderosa armadura. Y dicho sea de nuevo: la cuestión se resuelve con la presencia. Pero a falta de tal solución propongo otra.

Una vez más mi conclusión me viene dada a través de la lectura del Zaratustra. Ascendía éste por un camino solitario, con un enano sentado sobre su hombro: el «espíritu de la pesadez», el que «hace caer a todas las cosas». Yo asemejo este enano a la imaginación que nos envenena, aunque Nietzsche atribuía la presencia de tal personajillo a causas más profundas que las que subyacen al acoso que yo padezco y que omito porque provocarían la risa. La solución que se da Zaratustra a sí mismo es de tipo visceral, la solución es el Valor. Si el acoso nos deja sin energías, el valor ha de salir de la nada, ha de ser también un disparo de poder que choque frontalmente con el disparo de la imaginación. El ataque a la imaginación no puede ser gradual ni racional, ha de hacerse «a tambor batiente». Sucede a menudo que uno no es capaz de cambiarse a sí mismo porque no lo intenta con pasión, o porque erige a la razón como única fuente de poder: tal cosa creía yo hasta hace poco, pero las respuestas vitalistas comienzan a parecerme las más aceptables.  Para terminar, copio textualmente el pasaje del Zaratustra que he utilizado como referencia.

Sombrío caminaba yo hace poco a través del crepúsculo de color de cadáver, – sombrío y duro, con los labios apretados. Pues más de un sol se había hundido en su ocaso para mí.

Un sendero que ascendía obstinado a través de pedregales, un sendero maligno, solitario, al que ya no alentaban ni hierbas ni matorrales: un sendero de montaña crujía bajo la obstinación de mi pie.

Avanzando mudo sobre el burlón crujido de los guijarros, aplastando la piedra que lo hacía resbalar: así se abría paso mi pie hacia arriba.

Hacia arriba: – a pesar del espíritu que de él tiraba hacia abajo, hacia el abismo, el espíritu de la pesadez, mi demonio y enemigo capital.

Hacia arriba: – aunque sobre mí iba sentado ese espíritu, mitad enano, mitad topo; paralítico; paralizante; dejando caer plomo en mi oído, pensamientos-gotas de plomo en mi cerebro.

«Oh Zaratustra, me susurraba burlonamente, silabeando las palabras, ¡tú piedra de la sabiduría! Te has arrojado a ti mismo hacia arriba, mas toda piedra arrojada – ¡tiene que caer!

¡Oh Zaratustra, tú piedra de la sabiduría, tú piedra de honda, tú destructor de estrellas! A ti mismo te has arrojado muy alto, – mas toda piedra arrojada – ¡tiene que caer!

Condenado a ti mismo, y a tu propia lapidación: oh Zaratustra, sí, lejos has lanzado la piedra, – ¡mas sobre ti caerá de nuevo!»

Calló aquí el enano; y esto duró largo tiempo. Mas su silencio me oprimía; ¡y cuando se está así entre dos, se está, en verdad, más solitario que cuando se está solo!

Yo subía, subía, soñaba, pensaba, – mas todo me oprimía. Me asemejaba a un enfermo al que su terrible tormento lo deja rendido, y a quien un sueño más terrible todavía vuelve a despertarlo cuando acaba de dormirse. –

Pero hay algo en mí que yo llamo valor: hasta ahora éste ha matado en mí todo desaliento. Ese valor me hizo al fin detenerme y decir: «¡Enano! ¡Tú! ¡O yo!» –

El valor es, en efecto, el mejor matador, – el valor que ataca: pues todo ataque se hace a tambor batiente.

Pero el hombre es el animal más valeroso: por ello ha vencido a todos los animales. A tambor batiente ha vencido incluso todos los dolores; pero el dolor por el hombre es el dolor más profundo.

El valor mata incluso el vértigo junto a los abismos: ¡y en qué lugar no estaría el hombre junto a abismos! ¿El simple mirar no es – mirar abismos?

El valor es el mejor matador: el valor mata incluso la compasión. Pero la compasión es el abismo más profundo: cuanto el hombre hunde su mirada en la vida, otro tanto la hunde en el sufrimiento.

Pero el valor es el mejor matador, el valor que ataca: éste mata la muerte misma, pues dice: «¿Era esto la vida? ¡Bien! ¡Otra vez!».

En estas palabras, sin embargo, hay mucho sonido de tambor batiente. Quien tenga oídos, oiga. –[1]


[1] NIETZSCHE, Friedrich, Así habló Zaratustra. Madrid: Alianza editorial, 2009. Extraído del capítulo De la visión y enigma.